3 de marzo de 2011

Los amores de Agapito

Autor: Lazaro del Rio [escritor pajacuarense]
Enviado por: Dr. Omar Herrera 
El señor cura Narciso Aceves y Degollado, tuvo que bajar el vidrio de la ventana de su automóvil, viejo pero efectivo vehículo que lo llevaría a ver a su hermano a Tala de Allende Jalisco. Necesitaba aire fresco para contrarrestar aquel particular bochorno primaveral. No obstante la hora y la estación del año, la temperatura era elevada... 
Su cuerpo la sentía aún más al pensar en la situación que lo hacía alterar totalmente sus actividades cotidianas y lo obligaba a estar lo más pronto posible en la casa paternal. Hacía años que se había retirado de ofrecer sus servicios a la comunidad católica de muchos estados y ahora vivía dedicado a la alfarería, pasatiempo que aprendió durante sus más de 40 años dedicados en cuerpo y alma a ser un guía espiritual para los católicos de México. Los pesados camiones transportando diversos productos agrícolas, ganado o materiales de diversa índole, impedían el rápido desplazamiento por la precaria carretera de dos carriles que lo llevaría a su destino. Aunado a esto, en esos momentos, a 200 metros delante de él, un grupo de hombres armados con cadenas y ayudados con un tractor, intentaban retirar la caseta y la caja desarticuladas de uno de aquellos camiones que transportaba gallinas y su volcadura había provocado que las aves escaparan de sus jaulas, huyendo sin control alguno hacia las tierras reservadas para el cultivo y otras, cándidamente se posaran en los vidrios frontales o de la retaguardia de algunos autos que esperaban para, antes de ser espantadas, dejar su huella desagradable en aquella parte del auto que debería conservarse en optimas condiciones para la clara visibilidad del los impacientes choferes. Lentamente, acrecentando su angustia, los minutos pasaron sin que hubiera movimiento alguno.

Un espontaneo, ondeando un pedazo de tela roja indicaba primero a los conductores de un carril y después a los del contrario por donde deberían pasar para librar aquel obstáculo compuesto ahora por las restos del camión y el tractor del bien intencionado voluntario que en su propósito, había sufrido una descompostura y ahora esperaría también ser rescatado. Liberado de aquél contratiempo, mientras conducía su automóvil, trataba de no pensar excesivamente en su hermano, a su paso observaba los amplios cerros inundados de magueyes. Aquellas plantas de enormes pencas radicales carnosas y de puntiagudas espinas, combinadas con los extensos campos sembrados de cártamo, trigo, maíz, frijol, alfalfa, otros forrajes y hortalizas, le daban presencia autóctona a las colinas y al bajío jaliscienses. Después de más de una hora en la carretera, por fin distinguió la señal inequívoca de que había llegado a Tala. Multitud de hectáreas sembradas de caña de azúcar, saludables, robustas, jugosas de hojas quemadas, que iban desde los 3 centímetros hasta más de 8 de diámetro, listas para ser cortadas y llevarlas a la planta procesadora mientras que otras tierras presumían las diminutas plantas en pleno proceso de formación. La Asociación Civil a la que su padre había pertenecido, y que ahora dirigía el destino de aquella empresa, intentaba que la cosecha fuera perenne recurriendo a tratamientos y fertilizantes especiales dependiendo de las condiciones climáticas de la región. ¡Sí, el ingenio cañero de Tala, no podía dejar de producir! O al menos esa era la consigna.

Sus padres habían muerto hacía ya muchos años, heredándole al hermano mayor, todo lo que con arduo trabajo y dedicación habían conseguido durante su vida desde que llegaron del norte de España, concretamente de Aragón a finales de 1889 invitados por un acaudalado español que tenía vínculos con la administración de Porfirio Díaz, ¡Las ganancias en las inversiones eran seguras! En momentos como éste, se arrepentía de haber renunciado a lo ofrecido por su padre cuando aquel lo contactó en Roma diciéndole que debería formular un testamento y quería que sus dos hijos fueran beneficiados en igual porcentaje. Observaba los cañaverales, las chimeneas humeantes de las calderas del ingenio, los silos, las trojes, los domos, la tubería, las torres de tratamiento de agua, la estructura en su totalidad. Así mismo, no pasaban desapercibidas las montañas de carbón vegetal, elemento vital para la obtención de azúcar, ron, alcohol y una cantidad enorme de productos derivados de aquella materia prima que empleaba a casi toda la población y a mucha gente de otros municipios y estados. Sujetaba el volante con su mano diestra mientras que los dedos de su mano izquierda no dejaban de tamborilear impacientemente sobre el exterior de la lámina de la portezuela de su automóvil. Recordaba nítidamente que él mismo escribió a su progenitor agradeciéndole totalmente la intención, pero dada su calidad de representante de Dios, como vicario de la más elevada fuente de amor en la tierra, viviría como el hijo de esa autoridad espiritual lo hizo antes de ser crucificado… En la precariedad, austeramente y desprendiéndose de todo lo terrenal. Pensaba: “no sólo hubiera aceptado lo ofrecido por mi padre, sino que hubiera luchado por no dejarle nada a Agapito que indolentemente lo ha despilfarrado casi todo en parrandas y amoríos nada serios”. Éste pensamiento rondaba la cabeza del presbítero, cuando distinguió el letrero que anunciaba la desviación al centro de Tala. Condujo su automóvil por la escasamente transitada calle, las puertas de los comercios apenas se abrían para atender a los clientes que llegarían en busaca de satisfacer sus necesidades.

Eran exactamente las 9:30 de la mañana de aquel caluroso jueves 15 de abril de 1971, cuando el padre Narciso estacionó su automóvil frente a la casa del numero 127, de hermoso frontispicio, originario de la época colonial, de ventanas de madera de cerezo, recién barnizadas, protegidas con estupendos herrajes del mismo estilo donde se manifestaban el exquisito gusto de quien los mandó fabricar hacia más de un siglo. Las molduras del marco de la puerta y las cornisas de la alta pared, pintadas de un color marrón, combinaban a la perfección con la madera de la puerta y ventanas.

La repentina manera de frenar su carro, provocó el agudo chillido de las llantas sobre el brilloso empedrado de la amplia calle Herrera y Cairo, la más reconocida de Tala. Azotando la puerta del conductor, y haciéndose de su paliacate para limpiar los finos hilos de sudor que corrían por mejillas y frente, después que tomó su sombreo, se introdujo en la casa sin saludar a Isidora, la sirvienta y a aquella muchacha de 19 años de nombre Esmeralda, quien había llegado hacia unas semanas procedente del rancho Los Ocotes con el único objetivo de trabajar en la casona de los Aceves y Degollado y ahora, inexplicablemente era la esposa del hermano mayor de Narciso. Desde un sofá instalado en el corredor del encerado piso color ocre, observaron como a grandes zancadas, entró en la habitación de su patrón. Efectivamente, Agapito se había casado hacia una semana. Así lo confirmaba la voz compungida, preocupada de quien atendía la elegante casa desde que era una jovencita y en estos momentos se daba a la tarea de confortar a Esmeralda, ella había sido quien dándose cuenta de la gravedad de la situación, tomara el teléfono para pedir ayuda: “Vale más que venga padrecito Narciso, el licenciado, sí, el señor Agapito se caso, está peor que nunca y… mejor venga, las cosas se ven rete feas”. Empujando la puerta, olvidando una de sus cualidades distintivas que eran los buenos modales, colocando su pañuelo en una de las bolsas de su pantalón y arrojando el sombrero a un amplio sillón que estaba frente al lecho de su hermano, contempló por un instante la espaciosa cama donde se apreciaba pequeño quien en ella dormía placenteramente. La papada de Narciso temblaba, las orejas enrojecidas por lo escabroso de la situación, le ardían, las delgadas venas diseminadas en su rostro, se contraían, la mutación de colores en su cara era evidente. Le era muy difícil no encolerizarse pues estas escenas se habían repetido varias veces y el comportamiento de su hermano no sufría ningún cambio positivo. Escuchaba la tranquila respiración de Agapito quien dormía en la oscura habitación. Se dirigió a la ventana que daba al jardín, recorrió las aparatosas cortinas y la abrió de par en par dejando que la luz y el aire fresco inundaran el dormitorio oloroso a medicinas, a aceites y a ungüentos. El aire se coló al cuarto impregnando la atmosfera principalmente a caña de azúcar, a rosas, tulipanes, malvas, margaritas y a yerba buena que crecía como plaga y que era cultivada puntualmente por Isidora. Una suave briza desprendida del agua que la fuente de tres niveles expulsaba, acompañó también a aquel aroma y a la luz diáfana que se apoderó del dormitorio de Agapito, el primogénito de aquel español que en vida, había sido influyente, social y políticamente en todo el estado de Jalisco. Se acercó a su hermano que despertaba y se estiraba en la cama de elegantes y blancas sabanas. Agapito al sentir el ramalazo de luz, intentó usar su mano izquierda como visera, mientras que se restregaba repetidamente el rostro con su mano derecha, bostezando y parpadeando repetidamente, reconoció la figura del religioso. Los ojos cafés de Agapito, las facciones de su nariz y boca, a pesar de la arrugas de su rostro de color claro, dejaban saber que en su juventud había poseído un atractivo poco común, que había sido dueño de una personalidad sugestiva, envolvedora. En caso de dudarlo, simplemente era cuestión de observar las fotografías en serie que adornaban la extensa pared de la sala principal localizada a un costado de la habitación que había pertenecido a sus padres. Su dentadura, a pesar de su edad, y contra todos los pronósticos, no había sufrido mayor decadencia y si bien no poseía la brillantez de mucho tiempo atrás, no parecía la de un viejo de 82 años de edad. Su pelo era canoso y escaso pero todavía le permitía peinarse con cierto decoro. El no usaba sombrero como excusa para esconder su calvicie como era el caso de la mayoría de los hombres de su edad. De entre la bruma soñolienta, gradualmente distinguió con claridad las facciones de su hermano que frente a él, con los brazos en jarra y luego de aspirar y exhalar aquel aire nuevo, le dijo: — “de manera que otra vez volviste a las andadas Agapito, ¿Volviste por tus fueros, no es así? Caray yo no sé que voy a hacer contigo. — El interpelado cortésmente le sonrió a aquel distinguido visitante. — Buenos días… ¿A las andadas, volver por mis fueros, de qué hablas hermano? No entiendo—.

—Agapito, no te hagas, Isidora me hablo esta mañana contándome detalladamente lo acontecido la semana pasada. ¿No te da vergüenza?— ¡Esto es inconcebible! — Agapito, es necesario hacer algo pero ya, esto no puede ni debe madurar—. Se supone que a nuestra edad deberíamos ser más sensatos, más mesurados, más sabios, más prudentes y sí, hermano de mi alma, deberíamos ser, y lo digo por ti, menos calientes. Entiende que está en juego, una vez más, el honor de nuestra familia, nuestra idiosincrasia, nuestra prosapia, la reputación de hombre recto de nuestro padre y la formación moral que nos dio. En este lapso de 5 años en los cuales mostraste un comportamiento ejemplar, sirvió para, si ya no digamos ser amigos de la gente importante de este pueblo, al menos ganarnos el saludo cordial de todo mundo. Ibas por buen camino Agapito, tratando de enmendar los errores del pasado, pero ahora… ¿Otra vez? —Te exijo que le digas a ésta muchacha que todo fue una confusión, que te has olvidado del asunto, que regrese a su pueblo ipso facto —. Porque, Dios me perdone, creo que tu matrimonio, es únicamente el vehículo que te llevara a concretar tu negro objetivo, dado el apetito sexual que te ha caracterizado. ¡Horror Agapito, horror! Demando que estirpes esos pensamientos de una vez por todas, definitivamente. Yo, por mi parte, ahorita mismo iré a ver al juez del registro civil para que todo quede anulado, para que desaparezca el acta pero prométeme que harás lo que yo te digo. ¡Ah!, y por favor, no me salgas con aquel pueril argumento de que tu eres como el quetzal, que cuando se ve preso automáticamente se muere, y ésta casa, para ti, sin una mujer es una autentica prisión y por lo tanto estas condenado a morir irremediablemente. ¿Quién te va a creer semejante patraña?—.

El padre Narciso continuó hablándole a su hermano sin bajar los decibeles de su voz, no había muestra de querer llevar la conversación a un nivel amigable. No que va, todo lo contrario, se sentía cansado de soportar aquella actitud irresponsable y problemática durante prácticamente toda su vida. Encolerizado, sin poderse contener, se abalanzó contra Agapito que lo observaba desinteresadamente desde su lecho y que a decir verdad, pensaba únicamente en las piernas redondas y musculosas y en los firmes glúteos de Esmeralda, su mente estaba ocupada en aquellos senos saturados, robustos, prodigiosos y retadores. Agapito no podía olvidarse de aquella gama de emociones provocadas con el sólo hecho de escuchar el nombre de quien ahora, y para su suerte, ya era su esposa. El padre tuvo que pararse frente a él, blandiendo el dedo índice y con voz que alteró más aún a las dos mujeres que estaban en la sala, le dijo: “mira cabrón, si no te divorcias ahorita mismo…perdón, perdóname, pero es que”…Inmediatamente se retractó el menor de los hermanos. Agapito ceñudo, callado, Intentaba procesar lo dicho por su hermano, pues honestamente, no esperaba que éste se enterara tan pronto. La presencia del guía espiritual más famoso de Tala, lo sorprendió. Las ordenes para Isidora habían sido determinantes, precisas…” Me voy a casar Isidora y cuidadito con que sepa Narciso, no al menos por ahora, ¿Entendido? ¿Está claro?” ordenes que por lo visto aquella no obedeció… Ya ajustaría cuentas con la pinche criada insubordinada, por el momento, era necesario evitar todas las confrontaciones hasta encontrar una forma de atrapar a Esmeralda, como jocosamente el decía con aquella disyuntiva muy particular, acondicionada a su total conveniencia…Ya la tendré entre mi espadota y la pared para ver si resiste la primer estocada de éste, su intrépido, su audaz matador.

Agapito se incorporó, alisándose el enmarañado pelo con el dedo índice y medio de su mano derecha, como si fuera un peine, después de meter sus pies en las pantuflas acolchonadas, se dirigió a un pequeño buró donde yacía una jarra con agua y destapando el trasparente recipiente, vertió el líquido en un vaso para beberlo de un prolongado trago, miraba hacia la antiquísima bóveda del techo, como intentando alejar de sí el escozor que le causaba la revelación súbita de que Narciso lo sabía todo. Escrutando el rostro redondo de su inquisidor, tal vez buscando condescendencia en la mirada de aquel. La dilatada pausa que hiciera Narciso, lo llevó a pensar que el clérigo lo perdonaría como siempre y pensó que el silencio, era el terreno propicio para su total defensa. Decidido, parsimoniosamente, fríamente descargó: ― ¿Qué quieres hermano, que oprima en el corazón la verdad que se escapa por los labios? Yo no puedo renunciar a mi naturaleza. Lo intenté por cinco largos años, a ti te consta pero pues yo siempre he sido querendón―. ― ¿Llamas querendón a esa manera casi obscena, enferma de acostarte con cuanta mujer lo permite?― !Ya ni la friegas Agapito!

Narciso, dueño de una disciplina monacal, estricto, severo, esta vez, no podía controlar el coraje que le provocaba escuchar el absurdo argumento de Agapito. Caminando hacia atrás del sillón donde yacía su sombrero, presionando discretamente el respaldo del mueble, contraatacó —“tienes que desechar la idea de que es tu esposa, de lo contrario, te llevará la puritita chingada, física y espiritualmente”— ¿Agapito, hermano, pues qué no tienes un espejo donde verte? ¿Qué no te das cuenta que lo único que lograras es poner en el fango el principio universal que es el respeto por uno mismo… Por ti mismo?—

—Pero Nichito, yo estoy muy solo, además lo que siento por esta muchacha es puro amor, ardiente, maduro, serio, arrebatador, apasionado, encendido, violento y desinteresado, desapegado de lo que piensas. De veras, percibo ese sentimiento que mueve montañas, que nos hace vivir profundamente y que, contra viento y marea, debemos cultivar. Tú mismo lo has dicho en tus sermones: “la soledad es la parálisis del alma y hace inútil al ser humano” ¿No es así? —pero Agapito, entiende. Esa muchacha es un río de agua cristalina, clara, limpia y fresca y tú, tú hermano, me vas a perdonar, pero eres simplemente un albañal. Sí, sí, lo he pregonado pero tú, hermano de mi alma, no estás solo, me tienes a mí, y no me llames Nichito, mi nombre es Narciso ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?, ¡Narciso, Narciso!—. Agapito, ajustándose el resorte de la piyama a la altura de la cintura y arriscándose las mangas de su camisón hasta los codos, se apostó frente a la ventana, aparentando que le era graciosa la forma en que tres o cuatro pájaros tomaban un baño en el agua de la fuente. Luego que ahogara la risa por lo expresado en labios de su hermano, viendo al presbítero a la cara, metódicamente, cuidadosamente, cuestionó: — Sí, te tengo a ti ¿Tú me vas a dar lo que mi mujer me daría, cuando yo como hombre, como un macho se lo pida? — Pero chingao, Agapito, ¿Qué clase de pregunta es esa?—le contestó el padre, abandonando el respaldo del sillón donde se había colocado para escuchar a Agapito ¡Claro que no, ni lo mande Dios! Uniendo sus manos por detrás de la espalda y dirigiéndose hacia los adornos y cuadros que presumía la pared. Allí, mientras observaba una réplica del acuartelado escudo de armas de Tala, el cual estaba dividido en figuras alusivas a la educación, a la religión, al poder del ser humano y a la madre tierra, sin más, le dijo a su hermano como invitándolo a la reflexión: “Hay dos caminos en la vida, uno angosto, sinuoso, difícil de andar que es el de la disciplina, el de la virtud, el de la decencia, el del respeto y otro que es el ancho, el amplio, extenso, que no tiene códigos ni reglas, el de los placeres y deleites… ¿No sé por qué elegiste el segundo? Ignoro la causa que te hizo preferir el superfluo adorno de los cuerpos femeninos a un matrimonio serio y duradero”. Sin despegar la mirada del símbolo emblemático de aquella población, leía en el listón superior de dos puntas cortado a manera de gallardete la frase “abundancia produjo la tierra porque trabajo intrépida gente” y en la franja posterior, del mismo estilo, la palabra en Náhuatl Tlallan custodiada por dos cañas de azúcar como prueba irrefutable de lo que se producía al máximo en la comunidad. Sin abandonar el tono acalorado del dialogo, continuó: —lo que más debe cuidar un hombre es el honor, un hombre sin honor, no tiene derecho a la vida, por eso vine, para hacerte ver la gravedad que este hecho requiere. Tu matrimonio es absurdo, anacrónico, descabellado, fuera de todo contexto—. Después, haciendo una pausa, como analizando la situación profundamente, remató: —Te digo primero como tu hermano y después como sacerdote que recapacites, te reconcilies con Dios nuestro Señor y entiendas que esa muchacha tal vez accedió a casarse contigo in artículo mortis, sí, Agapito, sabiendo que es el trance final de tu existencia , por compasión, sólo para que dejaras este mundo en santa paz, para que te presentaras dignamente ante el tribunal máximo, allá en el Cielo pero tal parece que le tendiste una trampa, porque ahora contrario a lo ella buscaba, le has dicho, cínicamente, sí, cínicamente que le quieres bajar los calzones… ¡María Santísima!, Hallase visto tanto descaro en un viejo de más edad que la mía, sí Agapito, tienes 82 años y estas muy cerca del ocaso. ¿Qué clase de obstinación endemoniada te afecta al grado de seguir por ese camino de fornicar con cuanta mujer se deja? Recapacita, cabrón—

Agapito, dirigiéndose a la aparatosa consola que a menudo lo sacaba de la soledad, haciendo girar el botón de encendido, procedió a sintonizar la estación de radio que a diario escuchaba, una vez encontrada la XEHLDG, ajustando el volumen moderadamente y hablando con propiedad, con voz demandante, con la seguridad de quien reclama lo que le pertenece, le dijo: — Pues yo te digo como hermano mayor, como hombre y luego como abogado que lo único que reclamo es el derecho que adquirí al casarme con ella y que debe dormir conmigo porque soy legítimamente su esposo ¿Qué acaso los esposos no duermen en la misma cama, no, no Nichito?— Y otra vez como abogado te digo, los derechos se toman, se arrancan, no se mendigan, no se piden, se exigen. Y en cuanto a lo de ser menos caliente, te subrayo; esto que siento por ella, no es algo pasajero, es un amor más poderoso que yo—…Sin poder contenerse, crispando los puños, Narciso lo interrumpió:— pues como sacerdote te digo que si no abandonas la idea, te vas a ir derechito y sin paradas, al mismísimo pinche infierno ¿Qué no entiendes?— Pues yo, nuevamente como hombre y como licenciado reitero que ella tiene que cumplir con su deber de mujer casada.

Llegando al clímax de la descomposición, Narciso ya no pudo contenerse y explotó: —Mira Agapito, hablemos claro de unas vez por todas: nuestros padres, con su bonhomía, te aguantaron todos tus desmanes y escándalos con solteras, dejadas, viudas, casadas, divorciadas, pedidas, olvidadas y con cuanta hembra cruzó tu camino. Después que murieron, yo también te consentí, pero ya no estoy dispuesto a seguirte el juego. Es mi responsabilidad como sacerdote, darle cuentas buenas a al Creador, es cierto, pero el mismo Creador sabe perfectamente que tú ya me tienes hasta la coronilla, hasta el copete, ¡hasta la chingada!, para que mejor me entiendas. —Nichito… intentaba intervenir Agapito, presintiendo el torrente de reproches y claridades que él nunca había querido escuchar. —¡Nichito madres cabrón!, ahora sí me vas a escuchar aunque sea lo último que hagas en tu indisciplinada, en tu anárquica vida—. Narciso, después de recurrir nuevamente a su paliacate de color rojo para pasarlo por cuello y comisura de los labios, prosiguió: a mí no me importa que seas mi hermano mayor, ni que te sobre el dinero como tampoco me importó que nuestro padre te hiciera dueño de todos sus bienes incluyendo las acciones del ingenio muy a pesar de los perennes dolores de cabeza que les diste, precisamente fue allí, en el ingenio donde te descaraste con las trabajadoras… ¿Con cuántas te acostaste Agapito? He, he, contesta… Acuérdate, acuérdate, hasta que te descubrió el marido de una de ellas y mi madre, sí, nuestra madre tuvo que comprarle una casa en Guadalajara para que se fueran a vivir allá y se olvidara del asunto, chingao Agapito, si no nací ayer… Agapito, levemente subió el volumen de la radio al escuchar con entusiasmo al locutor que el programa de esa mañana estaría dedicado a José Pedro Infante Cruz, que ese día cumplía 14 años de haber perecido en aquel fatal accidente en el estado de Yucatán, lo hacía más para escapar de lo que, él sabía, vendría a continuación. Narciso, frente a su hermano mayor, presionando hacia abajo con el índice de su mano derecha el dedo meñique de su mano izquierda, decididamente tomó la palabra de aquel dialogo que amenazaba con alcanzar rápidamente el calificativo de discusión: desde que estábamos en la primaria, acuérdate, tuviste líos de faldas. Sí cuando le tocaste los senos a una maestra, que según me contaste a solas, para comprobar si los tenía más duros que la tía Aurora. Luego te expulsaron del instituto de segunda enseñanza donde nos había mandado mi padre a Guadalajara… ¿Cuál fue el motivo? Confiesa. ¿Qué acaso no fue por qué la noche que llevaste serenata como parte de la estudiantina, te encontraron en la alcoba del director del prestigiado instituto? ―imagínate, Agapito en el dormitorio de la esposa del director y si no te encarcelaron fue por la oportuna intervención de nuestro padre y la influencia que ejerció su compadre, quien era el alcalde de aquella ciudad— Después, seguía Narciso: ingresé al Seminario Menor De Las Américas mientras tú te ibas al Distrito Federal, a ese monstruo de ciudad, al Internado Educacional Español. En las ocasiones que coincidimos aquí, en Tala, en nuestra casa cuando veníamos de vacaciones, éramos la felicidad de nuestra madre, acuérdate, se ufanaba del comportamiento social de sus dos únicos hijos, aunque yo, sí, ahora te lo digo, me daba cuenta de todas tus correrías por cantinas, burdeles, clubes, bares, prostíbulos y hasta insalubres pulquerías ¿A quién ibas a engañar? Es cierto, años después, cuando fuimos a tu graduación a la ceremonia de clausura en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, no nos alcanzaba el pecho para guardar todo el orgullo que sentimos mis padres y yo cuando el rector de la Universidad, interrumpió su discurso, diciendo que era un orgullo que tú te hubieras recibido como abogado en esa institución y que no le cabía la menor duda, serías un buen referente para las futuras generaciones, he aquí la fotografía de esa tarde en compañía del mismísimo presidente de la república, el señor C. Adolfo de la Huerta, aunque interino, borrachito y títere de Álvaro Obregón, pero presidente al fin, que por cierto, atendió tarde la invitación por motivos de causa mayor― Le decía señalando una fotografía sostenida por un elegante marco oval ―Y todo ¿Para qué?, para que nunca ejercieras. ― Momento, ¿Cómo qué nunca? Indignado, levantó la voz Agapito, como deseando cambiar el rumbo del atropellado dialogo. ¡Ah! Sí, sí, por supuesto, claro que sí ejerciste, sólo una vez en tu vida, sí, me acuerdo. ¡Qué cinismo el tuyo! ¿No fue el litigio que ganaste a favor de aquella vieja prostituta a la que apodaban La Francesa, que de francesa no tenía nada porque a la postre resultó ser de Michoacán… Tú peleaste, claro que luchaste con uñas y dientes para que no le clausuraran su negocio, disputaste a muerte según tú, sus derechos y ganaste el caso valiéndote no se de que componendas y negociaciones oscuras con algunos elementos corruptos en el cuerpo de policía que investigaba el caso.―bueno, era necesario ayudarla, era mi obligación como abogado ― interrumpió Agapito ---¿A ella, o a la amante que tenias allí desde que llegaste al Distrito Federal? Porque, no lo niegues, fue ella la que causó aquél pleito fenomenal que finalizó con un muerto… ¿Ejerciste? ¿Recibiste alguna remuneración por tus servicios aunque no necesitaras el dinero? ¡No claro que no, pero por supuesto que no! La única condición que pusiste fue que si ganabas el caso, le cambiaran de nombre a aquél lupanar. De El Paraíso, llevaría el disparatado, el pueril, el fútil nombre “El Oso Gracioso” ¡Valla absurda denominación! según tú, para bailar con la putas… ¡Osos pero sabrosos! Sí, lo supe desde un principio porque de esa misma forma nombraste al osito que mi padre nos trajo de regalo en uno de sus viajes a Madrid cuando éramos niños, seguramente te querías sentir en casa, además, tú lo declaraste abiertamente en una de las borracheras que te dedicaron a ti y a tus amigos por dos días seguidos con sus noches incluidas también todas las damas que reinaban en el burdel, según versiones, para celebrar el triunfo. —¿No es así, no, no? Atrévete a negarlo—. No únicamente eso, decía presionando el dedo cordial con su dedo índice y amenazando con mencionarle otro de sus escándalos…A Agapito le brillaron los ojos cuando el conductor del programa radial, conmovido, anunció el título de la siguiente canción y se dirigió hacia la consola. Al verse interrumpido, el sacerdote guardó silencio mientras que indolentemente, el mayor de los Degollado aumentaba el volumen de la voz del cantante que pregonaba: voy a volver a querer a Toña a Rosa y a Lupe Aguilar…que aunque las tres son hermanas, todas me quieren igual...Bruscamente, con el enfado reflejado en su cara, el padre apagó el aparato, consiguiendo que en la habitación reinara el silencio, como él deseaba. Ahora sí, Agapito. Número 2, le dijo en el momento que tocaba nuevamente la yema de su dedo índice contra el anular, ¿Qué acaso no fui yo el que tuvo que alcahuetearte arriesgando mi reputación de sacerdote cabal y con un alto sentido de la ética moral, cuando estando en la alberca de nuestra villa allá en El Salitre, acompañado de cuatro mujeres pertenecientes al comité de la Purísima Hostia para la observación y conservación de los valores morales? Sí, la misma tarde en que fuiste descubierto por varios campesinos que describían con detalles puntillosos lo sucedido. Sí, me vi obligado a mentir, a mentir Agapito, diciendo que sólo era un inofensivo día de campo y que yo había permitido aquella reunión. Aunque estoy seguro que nadie lo creyó. De cualquier forma, tú no sabes los malabarismos sobre cuerdas flojas que tuve que hacer para que la orden de arresto formal llegada desde la capital del estado no procediera en tu contra por exhibicionista y lesiones a la moral. ¡Qué vergüenza! ¿Te acuerdas? En la alberca familiar, desnudo, con cuatro mujeres a la vez ¡Descredito! Que falta de pudor para desafiar al Todo Poderoso, a veces creo que eso fue lo que acabo con mis padres, ¡ignominia Agapito, pura y llanamente ignominia, calamidad!

Tomando un respiro, dirigió nuevamente sus pasos hacia la ventana para inhalar aquél aire refrescante acompañado de la boruca formada por los pájaros que férreamente se disputaban el derecho de bañarse con el agua de la fuente y otros que peleaban por alguna lombriz descubierta en la tierra del jardín. ¡Siempre rodeado de mujeres, siempre! — ¡Son mi debilidad!— ¡Cállate Agapito! Le dijo a su hermano dando la espalda a aquellas escandalosas aves. Todo eso yo lo sabía, yo siempre lo supe, pero tenía la esperanza de que cambiaras, de que enmendaras el camino aunque fuera al final de él. Pero ahora con esto, creo que te vas a morir siendo el mismo lépero, el mismo irresponsable y bribón de siempre.

Mirando a los ojos a Agapito y presionando la uña de su dedo índice contra la yema del dedo medio de su mano izquierda, la voz de Narciso, desprendía molestia: —número 3 y el último: lo que sí es inaceptable, le decía casi gritando al ver que el acusado, nuevamente frente a la consola, sintonizaba la misma estación para seguir las incidencias del programa dedicado a su ídolo, lo que sí me hace, ¡Dios me perdone!, encabronar, decía persignándose y mirando al techo de la habitación, es que tus frases anden en boca de los jóvenes y de los niños. Me molesta que un Aceves y Degollado sea popular por las delirantes ocurrencias que de él emanan, sí, tus frases y apotegmas, tus dichos, tus sentencias, tus descabellados axiomas acompañados del previo: como dice don Agapito, “todo para todas, sin tacañerías sexuales”, “hay que quitarle el freno al burro, que galope libremente y con la espada de fuera”, “si, las viejas son los trompos, acá están sus hebras” o la más célebre y a mi juicio la mas indigna y que por desgracia es la más escuchada “hay que coger como un tigre, hay que coger como dice don Agapito, aunque sea un ratito” hombre hermano… ¿Dime si no son ridiculeces? Si todo quedara allí, pero no, las muchachas que Isidora ha traído para que le ayuden con los quehaceres, también se han encargado de divulgar tus triviales indirectas, tus majaderías. Esa es la razón por la cual Isidora ya no encuentra alguien que le venga a auxiliar en el cuidado de esta casa, porque nadie más está decidida a escuchar tus vulgaridades y a usar falda corta y blusa escotada como has dicho tú, que es la regla para trabajar aquí, en tu casa. ¿Cuáles Vulgaridades, Nichito? —Callado ganas Agapito, mejor cállate y por última vez, no me llames Nichito—. ¿Cómo es posible que a tu edad seas capaz de aventurarte con tus infantiles proposiciones que son conocidas ya, hasta por los niños de las escuelas y que al salir las griten aquí, sí, aquí, frente a la casa que nos vio crecer y que merece el más alto respeto? —Hombre, sólo son puntadas, no lo tomes tan en serio― Decía Agapito, tratando de cambiar la tesitura de lo que allí se ventilaba —pues yo le quitaría la n, eso es lo que son… Puntadas sin n―. Si tuviéramos una hermana y ésta tuviera que escuchar tonterías como las que tuvo que aguantar la última ayudante de Isidora ¿Cuál sería tu reacción? ¿Qué harías si en el trabajo tu hermana fuera acosada por un viejo? Imagínate que se viera forzada a soportar las sandeces como las que usas tú: ¡Ay! muchacha fíjate que cuando comencé en el ejercito, yo era cornetín de ordénenos y una de mis deberes era tocar la corneta, pero ahora ya mis pulmones no me dan para tanto… ¿Serías tan amable de tocarla tú?, o aquello de ¡Ay! Joven fíjese que me gustaría ser panadero pa’ poder hacer bolillos tan redondos como esos que trae usted cargando, ¿Cuándo se te ocurrió aquella de? A mí siempre me ha gustado la carne de res, especialmente la ubre, mientras les señalas los pechos, o incomodándolas diciéndoles: si yo fuera doctor, la inyectaría con mi jeringa intrapiernosa, ¡Los dulces Nombres, Agapito! Atreverte a preguntarles; ¿Muchacha, matamos esa tarántula? O disparando el repentino: ¡Por un momento pensé que se iba de viaje, pues trae cargando esas petacotas que…! O lo dicho en términos futboleros y haciéndote el chistoso…Me gustaría ser futbolista y que tú fueras la portera para meterte muchos goles, no de chilena, ni de taquito, ni de tiro libre, sino única y exclusivamente… De cabecita, como ese famoso Pele. Insinuaciones sucias, perversas, como ésta; ¿Quiero pelear con un oso peludo, no conoces alguno? Sí, ríete. ¿Qué tal ésta otra? Daría mil pesos, sí mil pezotes tan solo por verte el tostón. ¿Qué te parece aquella? Cuando quiera hacer una torta nomás dígame, pues usted hay trae las teleras y a aquí, mire, aquí mero traigo el chorizo. ¿Cuándo creaste la siguiente, sinvergüenza? Quisiera ser parte de su banda musical aunque nomás me deje tocarle el chicherete. ¿Qué pasó con aquella de? Aquí traigo las bolas y el taco sólo ocupo la tronera para jugar villar, hay tu veras si te animas? ¿O qué pasa con la de pintor? Mi sueño dorado es ser pintor y que tú fueras mi ayudante para que me mojaras la brocha incesantemente. ¡Inaceptable Agapito, totalmente reprobable! Deja de reírte y dime algo a cerca de la agresión directa, mordaz, obscena, descarada, definitiva, de pésimo gusto, denigrante, bochornosa, la culminación de tu desfachatez: mamacita ¿No quieres jugar con las últimas cuatro letras de mi nombre? ¡Válgame la Santísima Virgen María! ¿Pues donde tienes el cerebro? Recabrón. ¿Qué acaso no te das cuenta de que estas en el ocaso de tu vida y que deberías tener el comportamiento adecuado para ser bien recibido allá en el Cielo? Por favor Agapito, este asunto demanda un alto grado de seriedad. ¡Ha! y no creas que me olvido de la amante que tienes en el rancho Los Laureles, que por lo visto los quieres reverdecer, sólo que déjame decirte que ya no tienes 10 u 11 años, como cuando, ibas a ver bañar a las mujeres que lavaban su ropa en las márgenes del rio El Salado, ya no tienes la edad en que les levantabas el vestido a las niñas de la escuela, ¡Entiéndelo, eres un viejo! Tu comportamiento ha provocado que nuestra querida Isidora sufra las consecuencias, que soporte las incomodidades de tener que escuchar a los chiquillos que por la calle, en corrillos destemplados, irrespetuosamente, le gritan “me saluda a Agapito, ese viejo caliente que sube al cielo y cae de… ja, ja, ja. ¡Carajo hermano, sólo un poco de comprensión! ¡Ay! Qué pena, nuestra madre se volvería a morir.

Mira Nichito…—Con un carajo, te acabo de decir, — perdón Narciso, perdón. Mira Narciso… decía Agapito corrigiendo la enésima equivocación y en el instante mismo que nuevamente atendía la radio y tarareaba la melodía en progreso del fallecido cantante. Narciso malhumorado identificó las notas del guapango titulado El Milamores Esta vida es un jardín, las mujeres son las flores…el hombre es el jardinero, que goza de las mejores…yo no tengo preferencia, por ninguna de las flores…me gusta cortar de todas, me gusta ser… mil amores. La incómoda situación lo obligó a tomar su sombrero del sillón y a abanicarse insistentemente el rostro y a desabotonarse el segundo y tercer botón de la camisa.

Mientras canturreaba y buscaba pantalón y camisa en el enorme armario que ocupaba buena parte la pared junto a la consola, haciendo una pausa, en un tono sombrío, dando una inflexión a sus palabras que manifestaban sensatez, le dijo a Narciso: mira hermanito yo me case con esta muchacha en buenos términos, lo justo es que ella me atienda como su marido, que estemos juntos hasta que la muerte nos separe sin importar si son dos días más o dos años ¿No es eso lo que predica el evangelio, la palabra ineludible del Señor? ¿No, no? Dímelo tú, tú que eres su representante aquí en la tierra―. Narciso lo miraba analizando las palabras de su hermano. En cierto modo a Agapito le asistía la razón aunque a él, el acto le pareciera equivocado, puesto que el matrimonio no se había llevado a cabo bajo las leyes de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, además era su hermano mayor y contrario a lo que parecía, lo quería, le tenía un cariño especial por él acrecentado desde la muerte de sus padres. Llevándose la mano a la barbilla, viendo a su hermano que ahora buscaba ropa interior, reflexionaba, pensaba en el buen corazón y los nobles sentimientos que tenía Agapito desde cuando eran niños. Durante la confrontación sostenida, no le quiso mencionar que se sentía orgulloso de las buenas obras que hacia Agapito repartiendo dinero, desprendiéndose de lo material por provocar una sonrisa en algún ser necesitado. No olvidaba que por su hermano, haciendo valer su autoridad como licenciado y en contra de lo que pensaban las personas que formaban el consorcio azucarero, y que eran nada menos que sus socios, los trabajadores del ingenio de Tala dejaron de ganar sueldos de hambre, de miseria. Tomaba en cuenta las donaciones que en el anonimato su hermano hacia a diferentes instituciones, desde escuelas en los más remotos ranchos, hasta obras sociales de notable envergadura sin diferenciar gentes ni poblaciones. Particularmente lo conmovía la ayuda económica que hacía llegar a los padres de una adolecente con deficiencias mentales que cobardemente fue violada y ahora ellos tenían que proveer lo necesario para que la madre y el recién nacido pudiera sobrevivir, no obstante que ellos mismos estaban en la miseria. Esto, realmente lo enorgullecía. Muchas veces se enteró de los casos que su hermano tomó como suyos a favor de personas que nunca hubieran podido pagar un abogado para evitar una injusticia. Injusticias que se perpetraban en contra de la gente humilde sin exigir preeminencias o pago alguno una vez que se erigía como el vencedor en los litigios. Admiraba la filantropía de su hermano mayor, era leal, jamás abandonó su convicciones, sus ideas de respeto y sinceridad en las cosas que aquél consideraba serias y sí la familia de su padre la cual casi toda vivía en España, familia de un poder económico e influencia política en toda la madre patria, no lo aceptaba, lo sabía a la perfección, era por el modo sencillo y despabilado de conducirse de Agapito, por su disposición inagotable de divertirse en la primera oportunidad, sibarita, pero con una habilidad innata para hacer amigos, poseedor de un alto intelecto y siempre de buen humor, sin ambages, simple, honesto y en ocasiones, mostrando una valentía contumaz. Aunque por otro lado también sabía que si se acercaba a la iglesia, era únicamente por darle gusto a él, al padre Narciso, ya que en más de una ocasión escuchó decir que lo calificaban de ateo consumado, de que había perdido toda espiritualidad.
Sí, mientras que caminaba por la habitación, Narciso lo sabía, lo sentía, no habían dejado de existir los lazos fuertes de hermandad, ese amor mutuo que sólo sienten los que han nacido de la misma madre, aún había un sólido elemento de camaradería, de amigos, de compañeros. Se podía percibir en el ambiente la relación poderosa de hermanos de sangre, aunque en esta ocasión también se apreciaran, al parecer, puntos infranqueables de divergencias. Sí, en éste momento que observaba a Agapito abrir la puerta de su dormitorio para entregarle la ropa de su elección a Isidora y escuchaba las ordenes de que la necesitaba lista después del baño que en unos minutos más tomaría, sentía la tensión por conocer la posición final de su hermano. No abandonaría la casa a menos de obtener una respuesta sensata de Agapito. Apresurándose a que su hermano le diera una señal favorable, lanzó su última y definitiva carta: — el único patrimonio que dejaremos, son los recuerdos, malos o buenos y te pido que antes de tomar una decisión de continuar con esto o rechazarlo definitivamente, pienses en que basado en el fallo que emitas, cuando ya no estés, la gente te recordara con cariño o te dedicara un par de mentadas de madre y lo último me dolería mucho, mucho, además recuerda, enmendar el camino, es restablecer la concordia con el Altísimo Señor―. Sintiéndose en la mira, Agapito se dirigió hacia un costado de la cama, vacio el agua restante de la jarra en el vaso y nuevamente bebió de un solo trago como para aclarar la garganta y se escuchara a la perfección lo que a continuación, tenía que decir: ―Está bien Narciso, voy a ser muy breve, yo sé perfectamente que nunca he sido ni seré un emisor de los más altos valores morales, he cometido errores pero tampoco soy un desalmado, si el decirte que entre esa muchacha y yo, no pasará nada te tranquiliza, te lo prometo. No sucederá absolutamente nada, nada―.

Agapito cabizbajo, mirando el piso de su habitación, suspirando y tomando una actitud de resignación, rápidamente cambio de semblante y con una leve sonrisa en su rostro, después de depositar el recipiente vacio sobre el vetusto mueble, abrió los brazos para estrechar a su hermano en un fuerte abrazo. Todavía después de unos segundos, Agapito tomó a Narciso por los hombros y cariñosamente lo sacudió, diciéndole: ―“No se preocupe cura Nichito, todo va a estar bien, al rato me disculpo con Esmeralda, veo al juez para disolver el matrimonio y le ponemos fin a este pinche mitote ¿Qué te parece, he, que piensas?— Muy bien hermano, no esperaba menos de ti, de tu consideración, de tu postrera reacción…estos 5 años no pudieron pasar en vano. ¡Te felicito! Es lo mejor que puedes hacer―. Dios lo tomará en cuenta a la hora del juicio final. Narciso no quería hablar más del asunto, la inesperada decisión de Agapito no le parecía fuera de lugar, pues en otras ocasiones se había comportado de la misma forma y todo era atribuido a la edad de su hermano y al desequilibrado modo de actuar, mientras que en algunas cosas actuaba flemáticamente, en otras, como ahora, procedía y decidía con la velocidad de un colibrí. Había logrado lo que se propuso cuando dejo la colonia Condesa en Guadalajara y ahora ya restablecida la calma entre los hermanos, no iba a ser él quien ponderara en el asunto y tal vez provocar el arrepentimiento de Agapito. Para Narciso, todo aquel desagradable episodio había concluido.

Los dos hermanos salieron de la habitación riendo y hablando animadamente. El sacerdote abrió las hojas de la puerta de la habitación de su hermano y se sentó en el sofá de piel que estaba en el corredor de la casa, el mismo donde hacía rato estuvieran Esmeralda e Isidora. El número de pájaros alrededor de la fuente se había multiplicado. Extenuado, cansado, después de aquella larga sesión, justo en el momento en que veía a su hermano dirigirse hacia el baño ataviado en una bata gruesa y cantando la canción que el locutor aseguraba, era la más hermosa que el cantante había interpretado. Por fin Agapito desapareció detrás de la puerta del cuarto de baño mientras que por toda la casa sólo se oía el correr del agua y los silbidos siguiendo la letra de de la romántica canción; amorcito corazón, yo tengo tentación…de un beso…que se prenda en el calor de nuestro gran amor…Mi amor…

El menor de los Aceves y Degollado inesperadamente fue abordado por Isidora que secándose las manos en su delantal y Esmeralda con una interrogante en su rostro, salieron de la cocina para conocer el acuerdo a que se había llegado y en el cual aquella joven desempeñaba un papel determinante. Sin más les comunicó la favorable resolución tranquilizándolas totalmente: “no pasa nada mujeres de Dios, apacígüense, son cosas de la edad, algo pasajero. Me ha dicho que respetará a Esmeralda, todo estará bien”. Luego de escuchar la buena nueva, Isidora sonriente, exigió al cura que se quedara a almorzar, había preparado unas enchiladas de pollo con queso desparramado, frijoles refritos, salsa de chile piquín con rebanadas de jitomate, cebolla y rábanos. Además, Esmeralda se encargó de la carne arrachera, del chile de molcajete, de la masa para hacer las tortillas y del guacamole, el agua de flores de Jamaica, que tanto se acostumbraba en la casa, estaba en su punto, así que sería una injusticia que las desairara. EL presbítero, riendo ampliamente aceptó la invitación extendiendo los brazos para, cariñosamente rodear el cuello de las mujeres y dirigirse a la cocina, únicamente era cuestión de esperar al dueño de la casa. En la radio seguían las canciones del ídolo caído intercalando diálogos de algunas de sus películas. Agapito apareció impecablemente vestido, correctamente peinado y despidiendo el aroma de Old Spice después de la afeitada.

El almuerzo transcurrió en medio de anécdotas familiares, recuerdos de niños y esporádicas risas que hacían desaparecer toda nube de incertidumbre respecto al comportamiento del mayor de los Aceves y Degollado. Esmeralda tímidamente, agradecida, le sonreía al cura mientras que atendía a los dos hambrientos comensales. En verdad era atractiva, graciosa y también de formas corporales bien definidas aunque esto no justificaba la inquietud de su hermano por querer dormir con ella, aunque fuera su esposa. ¡Pobre muchacha, que pena para ella! La protagonista de aquel episodio, no ocultaba la satisfacción porque aquello hubiera terminado en buenos términos, lo que sí cuidó mucho, con precisión, con experimentado celo, fue que ni Isidora, ni los hermanos supieran que en realidad no era de Los Ocotes, sino de La Barca, que no tenía 19 años, como había dicho al solicitar el empleo sino 26 y que no llegó a la residencia por casualidad sino arengada, casi obligada por su amante quien después de estudiar las condiciones de vida de Agapito, visualizó la oportunidad de oro de quedarse con todo lo que le pertenecía a aquel hombre, sin importar que Judith, como en realidad se llamaba, fuera esposa de aquel viejo…Sería unos días, en el peor caso, uno o dos meses, valía la pena, ¡Claro que valía la pena Judith! Así se lo decía su novio, un vago, con antecedentes penales, flaco, de pelo largo, intonso, presumiendo urzuela en la mayoría de los cabellos, con zapatos de doble plataforma y unos pantalones acampanados multicolores, sin que le faltara un peine, la herramienta vital para mantener su cabellera, según él, sedosa y con buena apariencia. Todo había sido estudiado escrupulosamente, conocía todos los detalles de los hermanos a la perfección “te lo dije, todo es cuestión de tiempo, de días tal vez…Ésta boqueando, ya verás que el plan no falla. Ahora trata de buscar en sus papeles las escrituras o documentos de lo que vamos a ser dueños, pronto, muy pronto, ellos no tienen familia, no herederos, nada ¿A quién va a dejar sus propiedades, sus acciones, todo el dinero que posee? Pues claro que a la esposa, a ti, a ti. Somos ricos, Judith… perdón Esmeralda. No lo descuides ni un instante, pronto le cantaremos las golondrinas al cabrón viejo, ya verás, ya verás”. Todo esto se lo decía una tarde mientras guiñaba el ojo izquierdo y descaradamente hurgaba en la bolsa de papel que en sus brazos sostenía la joven para extraer una conchita y groseramente darle una nalgada, tan estruendosa, que se escuchó por toda la panadería donde la joven compraba el pan cada tercer día y era aquí el lugar de las furtivas citas. Más oculto aún estaba de la manera como la joven se vestía cuando iba a la habitación de Agapito, las condiciones eran escondidas bajo siete llaves, circunstancias que al dueño de la casa, no disgustaban ni un ápice: recién bañada, en sencillos y cómodos huaraches de correas estilo araña, despidiendo el natural aroma de mujer combinado astutamente con algún perfume afrodisiaco, su ropa, escasa, por cierto, la lavaba con jabón a esencia de durazno. ¡No señor! Ningún detalle se le escapaba a Judith Contreras, con larga experiencia como camarera en hoteles de dudosa reputación enclavados en el área metropolitana de Guadalajara a quien apodaban la guitarra por las curvas de su cuerpo y que por lo visto, quería cambiar de profesión y pasar a ser rica de la noche a la mañana… Ya lo veremos. Entraba a la habitación, decía yo, atándose la mata de pelo en un enorme chongo, usando una blusa de seda, de gran escote, con tirantes y sin sostén, combinaba con una mini falda ajustada a su casi inexistente cintura. Sabiéndose sola en la casa, sin precaución alguna, irreverentemente, pretextando la menor inclinación, el más tímido movimiento, le dejaba ver a Agapito la frondosa maraña que escondía aquel espacio cóncavo entre sus piernas, la más intima parte de aquella perfecta anatomía femenina, disimuladamente, se aseguraba que Agapito contemplara sus atrayentes encantos, ella, con su actitud, se encargaba de exacerbar aquel apetito sexual que había hecho famoso a Agapito y que él mismo creía estaba dormido. La firmeza de sus senos fuertes se apreciaba por encima de la prenda de vestir, los glúteos se adivinaban redondos y erguidos, las piernas elásticas y agiles armonizaban a la perfección con sus pies pequeños. Todas esas imágenes se quedaban en la mente de Agapito, que inquieto durante día y noche, no veía la ocasión en que disfrutaría de aquellas carnes suculentas…Si acaso podría disfrutarlas.

El reloj marcaba las 12 del medio día cuando el presbítero, abandonó la casa. Cortésmente se despedía de las dos mujeres y de su hermano. Satisfecho, decidió cerrar con broche de oro aquella visita y dejar patente el buen humor que reinaba llamando a un paletero que en ese momento pasaba frente a ellos moviendo alegremente los cencerros que tenía atados a la barra usada para empujar su carro. Una vez que pago los helados de tamarindo y leche que el grupo había elegido, subió a su vetusto Ford, antes de poner en marcha el motor y tirar por la ventana el plástico que protegía la paleta, alcanzó a distinguir la letra de “Cien años” que a manera de despedida, cantaba Pedro infante para terminar el programa de la radio en honor a su trayectoria y a su legado artístico para todo México y Latinoamérica. El ruido del motor del vehículo, pasó de ser estable a producir un fuerte rugido provocado por el aceleramiento sistemático para que el padre narciso se perdiera por la avenida principal de aquel apacible poblado de Jalisco para nuevamente tomar la carretera hacia la ciudad de Guadalajara.

Viendo desaparecer a su hermano, parado allí, en el quicio de la puerta, mientras deshacía en su boca la paleta. Agapito cabildeaba, pensaba, rememoraba pasajes de su niñez buscando encontrar la causa de su prematuro desenvolvimiento sexual que ya no perdería el resto de su vida exceptuando esos últimos 5 años en los cuales, haciendo un esfuerzo supremo, había estado tranquilo, desde luego, antes que llegara Esmeralda; ¿Sería a caso la culpable su tía Aurora, aquella santurrona, hermana de su padre que no salía de la iglesia de San Francisco de Asís, la misma que esporádicamente venia de España los veranos y lo consentía al grado no sólo de bañarse con ella, sino de pedirle que le restregara la espalda, las piernas y después cuando los años pasaron, los senos, las nalgas y todo lo demás? ¿Sí, sería ella? Recordaba, por años se lo permitió hasta que se casó en Madrid y posteriormente, otra vez de vacaciones en México, ella fingió tener muy poca comunicación con Agapito, aparentó, frente a su marido, que escasamente le dirigía la palabra… ¿Quién sabe? ¿Sería a caso Leticia, aquella mujer de amplias caderas y frondosos senos que, estando al cuidado de Narciso y de él mismo, se le hacía gracioso como se manifestaba el objeto protuberante bajo el pantalón de un niño de escasos 10 años, cuando lo invitaba a meter la mano bajo sus pantaletas? Tal vez… o a lo mejor aquella amiga de su mamá que estando a solas, al menor descuido, le agarraba las blancas y pequeñas manos y se las llevaba hacia los senos para depositarlas entre el sostén y los pezones mientras le exigía que se los presionara y le sonreirá a Agapitito? ¿Si, sería ella? Estos y muchos otros pasajes eróticos acudían a su mente en medio de una nebulosa, uno a uno, buscando la respuesta a su “natural calentura” para luego desecharlas como quien va eliminando números en una extensa lista de víveres que ya se han comprado. No encontraba respuesta a sus cuestionamientos. Lo cierto era que después de tantos años, sentía un vigor sexual desmedido, sobrenatural, una potencia sexual monstruosa, incontrolable, como en sus mejores años, una virilidad a prueba de todo, una constante insatisfacción digna de un joven de 17 años y le iba a ser muy, pero muy difícil, mantener la promesa hecha a su hermano, menos aún si Esmeralda insistía en introducirse en su alcoba vestida de la forma que hasta la fecha lo había hecho y estratégicamente, el lo sabía, cuando Isidora no estaba en casa. Abandonó el quicio de la puerta para ir a la cocina en busca del cesto de basura y depositar el angosto y largo pedazo de madera donde se sostenía el hielo de sabor a tamarindo, se lavó las manos, y extrayendo un puro de la bolsa de su camisa, encendiéndolo al socaire, se apoderó del sofá frente a la fuente para tratar de relajarse y olvidar lo ocurrido esa mañana.

Los días pasaron aceleradamente, el comportamiento de Agapito, era ejemplar. Así lo describía al padre Narciso, quien supervisaba todo en la casa y que había estado al cuidado de Agapito, desde hacía más de 20 años aunque ésta, desde luego ignoraba la provocadora actitud de Esmeralda que incompresiblemente había rechazado totalmente el que los divorciaran cuando apareció el juez del registro civil hacia una semana. “No hay duda, la muchacha está dispuesta a consumar el buen acto que el ya casi moribundo Agapito le pidiera como postrero favor”, le comunicaba al cura quien desde su casa en la capital de estado, no perdía vista lo que acontecía en Tala.

El viernes 7 de mayo a las 10 de la mañana, luego de despedir a un grupo de personas con las que habló de inversiones, terrenos, acciones, dinero en efectivo y otros asuntos que por más que Esmeralda se las ingenio para acercarse a la puerta de la biblioteca, no logró determinar concretamente de que se trataba. La sorprendió en gran medida el enorme camión de la mueblería La Sultana S.A de C.V llegado directamente desde Guadalajara para hacer entrega de un pedido de muebles al señor Agapito Aceves.

El chofer, ordenando al par de cargadores, que a manera de colchón para amortiguar el peso de los muebles usaban un costal de ixtle en el hombro izquierdo y gorras invertidas que dejaban escapar el pelo disparejo de copete y patillas de uno de ellos, bajaban cama, colchones, ropero, buró, sillón reclinable, cajonera y una serie de muebles que indicaban que o bien el dueño de la casa se había vuelto loco o definitivamente cumplía su último capricho. Esmeralda, simplemente lo tomó como una más de las excentricidades de Agapito y se limitó a ver como los tres llenaban de nuevos artefactos la habitación y cargaban los muebles que por mucho tiempo el mayor de los Aceves quiso mantener. El ruido que causaban aquellos empleados de La Sultana era considerable, pues armaban los componentes la cama, colocaban el ropero aquí, no, no mejor aquí como dirigía Agapito―está muy estrecho jefe, no se ve bien—usted póngalo aquí y se acabó —Sí, sí señor. El perfume a madera fina, a pintura y a esmalte de los nuevos enseres, inundó la casa en su totalidad destacando el aparatoso buró que hacia juego impecable con la cama de cabecera alta y fuerte, incluyendo un librero. Trasladaría algunos libros de la biblioteca a su misma recamara.

Exactamente a las tres de la tarde, los hombres dejaron la casa una vez que Agapito se sintió satisfecho con la posición en que quedaron sus muebles, posición del lecho que a Esmeralda le pareció muy extraño, pues el espacio existente entre la cama y una de las paredes, era tan reducido que difícilmente cabría una persona, difícilmente cabría ella, si es que necesitaba, barrer o trapear el piso del enorme dormitorio una vez que hiciera la limpieza. Como deseaba que Isidora no hubiera asistido a aquel retiro espiritual que la alejó de la casa desde el jueves y que la dejaría regresar hasta el lunes. Sí, deseaba que Isidora estuviera allí, pues Agapito a pesar del entusiasmó mostrado durante el amueblamiento de su recamara, a ella le parecía débil, demacrado, mas decaído que de costumbre.

El resto de la tarde transcurrió apaciblemente, aunque Agapito notó que su esposa, ¡Sí, Esmeralda es mi esposa! salió ya tarde de su casa, luego de escuchar un disimulado silbido para volver aproximadamente dos horas después alegando que el panadero no llegaba y decidió esperarlo para no regresar con las manos vacías. El sábado por la mañana esmeralda se despertó con el ruido que producía Agapito en el cuarto de baño, el espacio que Isidora designara para ella como dormitorio estaba próximo al baño así que se escuchaba con facilidad la canción que entonaba Agapito y que no era otra que una del también fallecido Agustín Lara. La voz de Agapito engoladamente recitaba: “Solamente una vez, ame en la vida…Solamente una vez y nada más; una vez nada más en mi huerto…Brilló la esperanza”. Minutos después, la voz rejuvenecida de Agapito frente a la puerta de la alcoba de la joven, le decía a Esmeralda que no desayunaría en casa, prefería ir al mercado a almorzar barbacoa, acompañar la comida con jugo de naranja y dar un paseo. Además, una visita al ingenio era imperiosa ya que había asuntos que atender. Ese sábado sentía deseos de recorrer las calles empedradas de su pueblo natal, saludar a algunas personas de las cuales no tenía noticias últimamente y tal vez, en una de las bancas de la plazuela, leer fragmentos de un libro de poemas del poeta y dramaturgo Federico García Lorca, como acostumbraba, regresaría, según él, en un lapso de cuatro o cinco horas.

A la tarde de aquel sábado, le restaba poca vida, los últimos rayos del sol desaparecían para dar paso a la penumbra total acentuada por las negras nubes que cubrían toda la comarca y eminentemente, anunciaban lluvia. Agapito hizo acto de presencia, acabando así con la evidente preocupación de Esmeralda que estaba a punto de llamar al cura Narciso para tratar de localizar a su hermano. Amablemente la saludó y le dejo saber la causa de su tardanza: había estado con algunos amigos y hasta unos tragos había consumido, ¡Me siento como un toro, como en los viejos tiempos!

Pidiendo a Esmeralda el favor de traer papel y lápiz de la biblioteca, se dirigió a su alcoba. “voy a copiar un poema de éste poeta, me gustó, se titula la Casada Infiel” le decía a Esmeralda quien no tenía ni la más remota idea de quién era el autor y que, indiferentemente ya se alejaba hacia aquel espacio lleno de anaqueles de libros de todos colores y tamaños. Ya en su recamara, encendió la luz y recorrió las cortinas que pertenecía a la ventana que daba al jardín. No quería recibir los latigazos de agua que la lluvia desataría en cualquier momento y que, con la ventana abierta, salpicaría el embetunado piso. El tiempo que esmeralda empleó en encontrar lo pedido por Agapito, él lo aprovechó para encerrarse en el baño, asearse de pies a cabeza y salir en una elegante y cómoda bata de satén y pantuflas nuevas. Al cruzar el jardín, sintió dos o tres tímidas gotas de fresca agua que las nubes empezaban a descargar. La joven, discretamente dejo sobre el flamante buró una libreta y un lápiz, tal y como el dueño de la casa se lo había ordenado. En el mismo buró, donde había toda una gama de medicamentos, llamó poderosamente la atención a Esmeralda la botella de aceite elaborado con los más finos ingredientes para garantizar una lubricación extraordinaria, eficaz para relajar los músculos y aplicar masajes. Sin hablar, abandonó la recamara. Agapito, por su parte luego de dar las gracias, acondicionó las almohadas del nicho a manera de cascada contra la cabecera de tal forma que el orden de ellas, le permitiera recostarse y escribir al mismo tiempo. En cuestión de minutos se encontraba instalado en su nueva y amplísima cama, ajustándose los anteojos y tratando de encontrar la pagina del libro de donde extraería aquellos versos que, a decir verdad, ya se sabía de memoria desde hacía años, pero que ésta noche, por algún motivo especial plasmaría en papel con su propia letra.

Contrario a lo que el intentó durante el día, los deseos de poseer a Esmeralda de una vez por todas, estaban más vivos que nunca. No dejaba de pensar en ella. En su cerebro martillaba la idea de sumergir la cabeza en los frescos senos de la muchacha, no entendía de que manera aquella potra de nácar, como rezaba el poema de Lorca, cándidamente se paseaba frente a sus narices sin ser montada por un jinete tan experimentado como él. Sí, sí, como él, Agapito Aceves y Degollado, el triunfador en mil batallas amorosas, el conquistador, el cid, el guerrero indomable, el torero enamorado que cortaba orejas y rabo después de una férrea lucha en el redondel de alguna alcoba, el que acostumbraba dejar los campos de batalla con la frente en alto, erguido y todavía con la espada desenvainada para, si era necesario arremeter nuevamente contra las nalgas enemigas y dejar constancia de su reputación como macho inagotable. Si, aquella hembra, sola en la casa garbeaba Frente a él, frente a él, que había domado, precisamente, a potrancas como ella en infinidad de ocasiones. Por su cama habían desfilado ricas y pobres, altas y chaparras, delgadas y gordas, de finísimos zapatos y de toscos huaraches, vestidas de seda, a la moda o envueltas en modestísimos rebosos. Sí, sí, frente a él, mentalmente se repetía, frente a él, que nunca se casó, sólo por no estar atado a una sola mujer. No, nunca, eso iría en contra de su máxima preferida “todo para todas… Para todas”, ¿Por qué no? Sentía hervir toda su sangre, rojas las mejillas, ruborizado, con la punta de una de las sabanas desapareció las pequeñas gotas de sudor que por su frente rodaban hacia abajo al mismo tiempo que impacientemente, intentaba disimular el exagerado tamaño de su objeto supremo de su virilidad que enfurecido, reclamaba atención bajo la prenda usada para dormir cubriéndolo con una mantilla sin éxito, aquél seguía erecto. El corazón le palpitaba aceleradamente, casi lo obligaba a romper la delgada línea que había entre la joven de exuberantes piernas y la promesa hecha a Narciso… ¡Resistiré, resistiré, quieto compañero, no te alebrestes, quieto, quieto cabrón! Silentemente ordenaba a aquél miembro, a aquél rígido músculo de su cuerpo que irreverentemente amenazaba con romper, primero la piyama, después deshacerse de la mantilla que lo ahogaba y posteriormente ir en busca de aquéllos glúteos morenos sin medir las consecuencias, como en los años mozos — “para que disimular Agapito, los ves hasta en la comida”— le decía la voz interior— ¡No amigo, esta vez no, aguanta, aguanta! — Se consumía a fuego lento, el solo pensamiento de hacer suya a Esmeralda lo obnubilaba, lo inhibía, no le permitía concentrarse. El temblor de su mano derecha, hizo que el lápiz rodara hacia el costado izquierdo de la cama, precisamente, el costado en el que el espacio era miserablemente reducido y que en efecto, como pensó Esmeralda, era difícil que una persona se moviera con libertad en ese sector de la alcoba. Sin dudarlo gritó a la joven para que rescatara aquel carboncillo y terminar de reproducir las eróticas líneas de su poema favorito. Vislumbrando la oportunidad, Esmeralda apareció en la puerta vestida fiel a su estilo cuando estaba en la casa sola, decidida, siguiendo las instrucciones de su greñudo enamorado “hay que acelerar el plan, te aseguro que su corazón, no soportará otra vez verte en la ropa que te di pa’ que le enseñes la calidad del chamorro y lo que tengas que enseñare con tal de que estire la pata”

¿Me llamó? Don Agapito —Si, se me cayó el lápiz y necesito que me lo des, esta debajo de la cama, en esta dirección― le mencionaba Agapito mientras apuntaba en el rincón más oscuro que existía entre el borde de los colchones y la pared. Otra vez aquella blusa, la falda corta y lo que estas prendas ocultaban a medias, desquiciaron a Agapito. La joven trabajosamente se desplazaba hacia el punto deseado, claro, asegurándose de que Agapito fotografiara mentalmente el inicio de los glúteos que bajo la falda se apreciaban. Con una velocidad feroz, con destreza, Agapito en fracción de segundos vacio gran parte del contenido de aquella botella que usaba para masajearse algunas noches que tenía calambres, bañando totalmente los glúteos de la joven y en especial aquel hueco lleno de maleza, en el vértice de aquéllos dos puntos que formaban las aristas de la vida misma, donde se reunían los puntos para propiciar el deleite máximo del hombre, en la cúspide de su femineidad, allí era exactamente a donde él quería llegar. Sin previo aviso, sin dialogo alguno, sin preguntar si podía gozar de lo que a su juicio, enteramente le pertenecía, así, inclinada y con el lubricante que hacia brillar las partes más privadas de Esmeralda, arrodillada y mientras su cabeza y brazos luchaban por encontrar el ansiado lápiz y la posición la obligaba a elevar los glúteos desprotegidos totalmente causa de usar aquella diminuta falda. Agapito con manos trémulas, la tomó de las caderas y sin arrumacos, sin ronronearle en la oreja, sin acariciarle con los dedos en círculo de los pezones, sin detenerse a contemplar los senos de su presa para luego morderlos y enjuagarse la cara con su misma humedad, sin recurrir a todos esos métodos tan necesarios para terminar entrelazados, con el aliento entrecortado, sintiendo sólo la fricción de los cuerpos ardientes, sin hacer uso de los previos abrazos y besos, sin las palabras que preceden al acto de la razón de vivir, así, crudamente, irreverentemente, casi con violencia, sin que una Esmeralda pudiera hacer algo que, en su desesperación, quería encontrar el maldito lápiz y salir de aquélla habitación. Esmeralda no contaba con la fuerza que Agapito, sintió el tibio y viscoso líquido que Agapito derramara sobre aquella delicada parte de su cuerpo luego de haberle subido totalmente la falda y después experimentó el instrumento sexual de mayor tamaño que había sentido en todos sus años de experiencia acumulada como camarera, aquella estocada había sido entregada por Agapito con un tino, con una puntería, con una precisión milimétrica que hubiera envidiado el mejor cirujano. Las arremetidas del dueño de la casa, se sucedían con una intensidad feroz, sin tregua, con desesperación, descargando toda la energía acumulada de 5 años, sí, sí, cinco largos años. La frase centelleaba en la mente de Agapito, cinco años perdidos, cinco años cargando ese pinche sambenito de castidad, que desperdicio…Que desperdicio. Agapito seguía hundido en Esmeralda, quien al principio se resistía, pero conforme la repetición de los movimientos de su insensato jinete se intensificaron en velocidad, y las trémulas manos de éste la atraían hacia él por las caderas y hombros, con autoridad. Se apoderó de ella un placer que nunca antes había sentido y se atrevió a participar en aquella deliciosa actividad, encontrando con aquella flor lubricada a aquél mastín de enorme cabeza, en busca de su presa. No pares Agapito, no, no pares, dale, dale Agapitito. No. no pares Agapitito, sigue, sigue.
Todo sucedió raudamente, con tal celeridad que Esmeralda no pudo definir que había sido más fuerte…Si la explosión que manifestaba la liberación de todo la fuerza, el vigor, el brío, la pujanza y los deseos guardados por 5 largos años de Agapito o los truenos en sucesión que acompañaban los furiosos relámpagos que iluminaban todo el mojado territorio de Tala y sus alrededores. Agapito no respondía, Esmeralda sintió el cuerpo de su esposo relajado, débil, sin reacción, exangüe, ya no se oía la respiración descompasada del señor Aceves y el robusto, el compacto, el firme objeto que momentos antes la hiciera gozar como nunca antes, ahora lo sentía flácido, blando, laxo como el agua. Únicamente el monótono ruido de la lluvia al caer se apreciaba. “Agapito, háblame, háblame, dime algo, dime algo Agapitito, Agapito…”

Isidora interrumpió el retiro espiritual al que se iba a someter por cuatro días al escucha el mensaje que le diera la encargada del curato y líder de aquel grupo de oración, debía estar al lado del sacerdote. El padre Narciso frente al ataúd, luego de escuchar los estruendosos silbidos que provenían del ingenio en una clara apología a Agapito. Trabajosamente resistiendo el calor provocado por la flama de los cuatro cirios y la gente de la cual recibía las incesantes palabras de consolación, las frases alentadoras, las expresiones de simpatía y comprensión por el fallecimiento de su hermano mayor, mientras que Esmeralda, en un rincón se limitaba a observar el desfile de personas cabizbajas que depositaban los ramos de flores y las coronas que inundaban la casa en su totalidad, para ella no pasaron desapercibidos los chistes y las bromas que a costillas de Agapito los visitantes hacían sin precaución alguna, pues nadie, aparte del juez del registro civil, Isidora y el cura Narciso sabia que ella era su esposa y ahora, de acuerdo a sus pensamientos, sería la única heredera de toda su fortuna ¡Compórtense cabrones que están en mi casa. Sí, en mi casa! Imaginaba de la forma que viviría en aquel pueblo, fantaseaba como gozaría de los bienes materiales que su esposo le iba a heredar y al lado de ella, el amor de su vida, el único, aquel hombre de dudosa higiene que presumía los cabellos como una hermosa cabellera cuando en realidad semejaba las crines de algún miembro del ganado caballar… ay qué vida nos espera Juan José, mi Payo como apodaban a aquél holgazán que prácticamente vivía en las calles de Guadalajara y ahora ya aquí, desde hacía meses, en Tala Jalisco.

La tarde del domingo 9 de mayo de 1971, era triste, melancólica, gris, el encapotado cielo pronosticaba lluvia en un tiempo breve. El panteón parecía insuficiente para albergar a tanta gente que sin orden alguno, se arremolinaba en un deforme círculo en torno al orificio que sería la tumba de Agapito. El sacerdote, un conocido de Narciso fue breve al pronunciar el discurso que acompañó con el hisopo para derramar generosamente agua bendita mientras que aquel joven, de nariz aguileña y cara cicatrizada de viruela, se esforzaba por extender su brazo a su máxima capacidad y hacer que el paraguas cubriera todo el espacio que ocupaba el presbítero y no se mojara con las enormes gotas que ya caían, esporádicas pero ya se dejaban sentir con fuerza y anunciaban que en cuestión de minutos, aquello seria un pantano. El ruido del granizo al caer sobre las gavetas de mármol y concreto, era intenso, apenas dio tiempo para el padre terminara la rapidísima ceremonia. La gente salió en desbandada hacia las anchas tejas que formaban la cornisa de las tapias del panteón buscando protección contra el agua y la mayoría había decidió irse a casa y encontrase en el inicio del novenario que Isidora había anunciado para esa noche, provocando que se quedara solamente el enterrador y sus dos ayudantes que no perdían la oportunidad para pasarse mutuamente una botella luego de beber de ella y limpiarse la comisura de los labios con el dorso de su mojada camisa. Esmeralda había abandonado la casa esa mañana luego de que Narciso le mostrara todos los documentos que afirmaban el que su hermano no le había dejado nada, nada absolutamente. Todas las pertenencias habían sido heredadas con un año de anterioridad a instituciones de caridad incluyendo el producto de las acciones del ingenio, la había dejado con las manos vacías, vacías. ¡Pinche viejo avaro! Casi gritaba su novio ¿Pero no te hizo nada verdad, verdad? Contéstame Judith no te hizo nada, verdad? Fueron las palabras de Juan José Domínguez una vez que en la terminal de autobuses, pago por dos pasajes rumbo a Guadalajara. ¿Nada, verdad Judith? Contesta… Contesta, no te quedes como si estuvieras sorda, allí nomás calladota. La cuestionada, a pesar de su congoja, abstraída, sumida en sus cavilaciones, trajo a su mente fracciones del léxico vulgar y corriente que usaba con sus compañeras de trabajo cuando estaban en la bodega de los hoteles antes o después de cambiar sabanas en las camas. Antes de ocupar su asiento junto a la ventanilla del camión, en sus glúteos, y parte posterior de los muslos sentía la suavidad que su piel guardaba, producto de aquel líquido usado por Agapito para facilitar la grata labor. Todavía tenía la sensación de tener a Agapito dentro de ella. Con descaro, con osadía, con la plena seguridad de que sus pensamientos los conocía sólo ella, sin recato alguno pensó: no, nada, no me hizo nada mi Payo…En el pinche hueso y eso porque no traía serrucho el viejo desgraciado ¿Si no?...

Lazaro del Rio
2-27-2011 

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